CARLOS R. PAZ
LA GACETA ARCHIVO
La mayoría de los tucumanos conocen la ruinosa y abandonada “primera confitería”, que se encuentra camino hacia San Javier, y cuyo nombre real es “Confitería Parque Aconquija”.
Pero sólo los muy añosos podrán recordar su inauguración, que ocurrió el domingo 22 de mayo de 1938. Los pormenores fueron más que interesantes, y algunos quedaron reflejados en la edición de LA GACETA del día siguiente por la hábil pluma de algún cronista de nuestro diario.
La ceremonia de apertura de la confitería fue preparada con mucha anticipación. La ocasión iba a ser aprovechada por las damas y señoritas de la comisión administradora del Patronato de Leprosos de la ciudad para un más que noble fin: construir un pabellón propio en el Hospital de Aislamiento.
Los preparativos
Era entonces gobernador el doctor Miguel M. Campero, mandatario progresista, que desde 1935 estaba impulsando un programa vial de conquista de la montaña.
Ya en 1937 había habilitado la avenida Aconquija en doble mano y en 1938 llegaría a prolongar la obra caminera hasta la cumbre del cerro San Javier.
Y quien presidía el Patronato de Leprosos era su esposa, doña Lola Zavalía de Campero. Ante la inminencia de la inauguración de la Confitería Parque Aconquija, había puesto en marcha un té a beneficio en este nuevo local.
Las damas de la comisión se encargaron de vender -desde principios de mayo- tarjetas con opción a un servicio de té completo por valor de un peso. Habían conseguido también que la línea K de ómnibus dispusiera de servicios desde Junín y 24 de Septiembre hasta la confitería por sólo 40 centavos. Era una forma de acrecentar la concurrencia.
La inauguración
Desde que nació la idea de construir la hostería, la intención había sido otorgar al público un lugar de distracción, relax y esparcimiento, en uno de los sitios privilegiados que la naturaleza ofrece muy cerca de la capital. Y el domingo que abrió sus puertas fue día de fiesta para la entidad benéfica y para todo el pueblo tucumano. La concurrencia llenó por completo las instalaciones, y el entusiasmo y la alegría fueron el denominador común. Durante la víspera había caído una recia llovizna, pero ese día amaneció a pleno sol: el frondoso follaje de la selva que rodeaba a la confitería lucía limpio, brillante. El marco era imponente. La naturaleza no podía colaborar de mejor forma: se había remozado la tierra y la yunga lucía su mejor vestuario.
Junto al Arroyo Muerto resplandecía la blanca construcción. En el camino, en una primera y amplia curva había un descanso en el que casi todos hicieron escala. Y desde ese balcón natural los paseantes observaeon, hacia un lado, la majestuosidad de la montaña y hacia el otro, la hermosa campiña: incontables parcelas de tierra cultivada donde cañaverales y quintas de naranjos conformaban una enorme alfombra con todas la gama de los verdes. La jornada, en fin, fue todo un éxito. El ánimo era el mejor y sólo se escucharon elogios para la hermosa confitería inaugurada.
Hubo remate de flores, rifas de valiosos objetos, música y danza para los mayores. Para los más chicos, hubo un pequeño coche tirado por un pony, globos y golosinas. En suma, una fiesta completa.
Lamentable final
Durante muchos años, tucumanos y turistas disfrutaron de las instalaciones; el lugar era una invitación al descanso y se llenaba de conversaciones y risas. En 1971 fue remodelada y se le agregaron otras comodidades. Su administración fue pasando de mano en mano y durante décadas se mantuvo abandonada. En el 2005 el Estado anunció que la daría en concesión. Pero todo quedó en la nada.
Ahora es sólo un paraje abandonado, aunque el sombrío bosque subtropical y los centenarios árboles siguen adornando las ruinas de aquello que alguna vez fue brillante. Y que espera que alguien, algún día, se atreva a rescatar del olvido tan bello rincón del cerro.